Eduardo Loyola, don Lalo, es un hombre de un metro ochenta y siete de estatura, tiene una larga barba blanca y rizada que conserva hace siete años, desde el ataque al World Trade Center y la caída de las Torres Gemelas (2001), es dueño de una mirada dulce como la que provoca la mejor copia del Viejo Pascuero y de unos vistosos zapatos negros. Cojea desde la cuarta semana de octubre, cuando cumplió cincuenta y cuatro años y los celebró yendo al Club Aéreo Santo Domingo, donde se tiró en paracaídas. No quiso ir al médico porque, según profetizó, le diría lo mismo que su otro yo cuando se miró al espejo: “Antiinflamatorio y reposo”. No fuma, no toma, no dice garabatos y es vegetariano. Su hobby es su trabajo: es arenógrafo; es decir, hace dibujos en la arena de la Playa Grande de su natal Cartagena, Litoral Central, V Región de Valparaíso. Y asegura que su oficio es único en el mundo.
Son las cuatro de la tarde del día sábado y don Lalo baja a la playa con una pala, un rastrillo, dos baldes rojos y una bolsa de mezclilla azul donde trae bolsas plásticas que contienen las tierras de colores con las que hace los dibujos. Se pone frente al mar, en el muro que pintó con cal y cemento para evitar el rebote de luz solar cuando fotografían sus dibujos, desde la característica baranda de contención roja con blanco que bordea toda la playa, por donde se asoman los adelantados veraneantes de Cartagena para tratar de adivinar de qué nuevo dibujo se trata esta vez. Don Lalo, luego de haber emparejado y humedecido el sector de siempre, saca su dibujo torpedo y comienza a delinear con un palo una cruz. Es Jesucristo crucificado visto de espalda. Don Lalo es cristiano. Mientras dibuja, se detiene a momentos, mira al público que llega y saluda a un niño, de unos diez años, que le gritó: “¡Hola, tío!”, sin tener ningún lazo sanguíneo. Al lado del dibujo principal no puede faltar un cerdo pintado; es el símbolo de la “caja”, cuya dinámica se basa en que la persona que llega a mirar el dibujo arroja monedas intentando que caigan justo dentro del plato rojo que tiene para ello. Además, espontáneamente, agregó el dibujo del empresario minero Leonardo Farkas para incentivar las colaboraciones. Llama la atención que cuando polvorea la tierra de color con sus manos, sobre el dibujo, lo hace con un énfasis particular, como quien da los retoques finales en un cuadro.
Cuando joven, durante seis años, Eduardo Loyola fue miembro de la Fuerza Aérea. Todavía muestra cierta nostalgia por el término de contrato, ya que, según dijo, fue un golpe muy duro sentir que le cortaban las alas. Por lo mismo, no quiso volver a Cartagena derrotado y vivió un año botado en las calles de Santiago. Más tarde, a los veinticinco años, entró a trabajar como guardia en Chilevisión y, también, trabajó tras cámara, haciendo de todo un poco, en Megavisión.
Desde pequeño tuvo vocación de dibujante. Su trabajo ha sido reconocido, por ejemplo, por Mario Kreutzberger, Don Francisco, quien, en 1997, lo invitó a Miami para entrevistarlo en el programa Sábado Gigante. Igualmente, tuvo diferentes apariciones en antiguos programas de televisión como Revolviéndola y Sin prejuicios de Rafael Araneda, entre otros.
Así como una visitante de Cartagena, Mary Bravo, se asoma a ver el trabajo de don Lalo y lo describe como un buen dibujante, es también un entretenido conversador, que a ratos es tímido y en otros no deja de bromear; característica que puede explotar colaborando para la sección de humor en diarios regionales como El Líder y El Proa, ambos de San Antonio.
María Antonieta, hermana de don Lalo y cuatro años menor, es poeta y también vive en el balneario de Cartagena. Sus recuerdos de niñez lo describen como un hermano protector y preocupado, que siempre fue bueno para dibujar. “Le gusta mucho leer, instruirse. Admiro su sencillez y su alegría. Es mi ídolo”, agrega su hermana orgullosa. Eduardo Loyola disfruta de los momentos en soledad. Le gusta abstraerse y encerrarse en su mundo de vez en cuando para dibujar o leer, especialmente, sobre extraterrestres. Vive sin aproblemarse, se define feliz, sólo que un poco tacaño, y sin mayores ambiciones. Otra de las cosas que disfruta es cuando se disfraza. Fe de eso puede dar la Fiesta Chile+Cultura, celebrada el 9 de noviembre, ocasión en la cual quiso ir vestido de pirata o en Navidad disfrazado de Viejo Pascuero o la última Fiesta de Halloween, cuando se vistió del terrorista islámico Osama Bin Laden. La caracterización logró tal semejanza que cuando hizo parar un taxi, el conductor no quiso detenerse tratando de constatar si la metralleta que lucía era verdadera y por si, en una situación excepcional, se trataba del millonario del terror refugiado en Cartagena.
Don Eduardo es soltero y no quiso tener hijos, dice que quizás eso se deba a que su madre, en un posible afán de quererlo sólo preocupado de ella, le inculcó desde niño que las mujeres lo embaucarían. Además, él temía que sus hijos no fueran como él fue con sus padres, pues nadie le aseguraría tener la misma suerte.
Cuando sus padres murieron, con tres meses de diferencia uno del otro, en 1997, el mismo año en que viajó a Miami, todos le dijeron que ahora podría casarse, pero don Lalo no quiso más preocupaciones ni desvelos.
Pese a tener fama de solitario, el arenógrafo de Cartagena tiene la compañía de Isabel, su pareja y mejor amiga hace veinte años, desde que se conocieron en el cerro Santa Lucía. “Mi chica”, como le llama cariñosamente.
Como dato anecdótico: su hermana Esmeralda se llama así porque nació el veintiuno de mayo, se casó con un marino, y actualmente vive en la calle Arturo Prat, en Iquique. Su hermana María Antonieta es la más parecida a él; son los más artistas de la familia y, por lo tanto, los que tienen mayor cercanía. Su lugar de encuentro, fortuito o no, es la playa. Ella llega a tomar el sol frente al mar y se pone muy cerca de donde se encuentra dibujando su hermano.
Pese a que el sector tenía fama de peligroso por posibles arribos de piratas y corsarios, en 1770 vivían veintiséis familias en Cartagena. Ya en 1870 se transformó en zona de descanso de la aristocracia, en su mayoría familias relacionadas con el comercio, la política y las artes.
Eduardo Loyola no falta a la cita. Cuando faltó unos días por fracturarse el pie, producto del paracaidismo, echó de menos al público, se sintió en deuda con la gente que esperó encontrarse con un dibujo. Le gusta cumplir. Por eso retomó igual su trabajo, aunque no se ha mejorado del todo. Son las cuatro de la tarde del día domingo y llega con todos sus implementos; entre ellos, pala y rastrillo en mano para comenzar un nuevo dibujo. La gente ya comienza a asomarse y a probar su puntería arrojando las primeras monedas dentro del plato rojo. Don Lalo esboza unas líneas con facilidad, mientras mira a los que van llegando, saluda y ofrece el álbum con fotografías de sus dibujos a quienes las quieran ver. Colorea y, al cabo de unos diez minutos, la obra está terminada. “¿Me demoré poquito?”, le pregunta al público. Uno que otro respondió asintiendo con la cabeza. Es una familia: una madre, un padre, una niña y un niño andando en bicicleta con el atardecer de fondo.
-¿Ves?, dibujé lo que no tengo. Como no tengo una familia la dibujé -agregó don Lalo con cierta resignación.
El horario de ida del arenógrafo de la Playa Grande es relativo, pues puede fluctuar entre las ocho y las diez de la noche. Lo que no varía es que antes de irse no borra el dibujo, lo deja ahí; que las bajadas y subidas de marea lo borren por él. Toma sus cosas y se va alejando. Lejos como los versos de la canción de su tocayo Lalo Parra, Cartagena año 20: